La filosofía absurda es la esencia de la filosofía: resulta sorprendente ver a un brillante matemático codificar de esta manera la clave metodológica de su pensamiento. En el siglo XVII, así como en la actualidad, para sus contemporáneos, es impactante que un devoto cristiano enseñe que los milagros no sirven para convertir, sino para condenar, y que condene como blasfemia los argumentos racionales sobre la existencia de lo divino, alegando que carecen de pruebas, algo que la religión cristiana no hace. Ese es Blaise Pascal: la tragedia del pensamiento extremo que causa su propia destrucción, la del genio geométrico condenado por la pureza de su fe. Todo en él forma una fórmula imposible de sostener. Y, aún así, impenetrable como el acero. No hay nada tan coherente con la razón como la negación de la razón. La «máquina de búsqueda de Dios» que Pascal intentó construir a la manera del autómata aritmético cierra el rompecabezas de una imposibilidad, cuyas ruinas llamamos «Pensamientos». Nos sumimos en uno de los callejones sin salida más oscuros de este pensamiento fútil que es la era moderna.